
El arte como lenguaje
De pequeña, solía dibujar pequeñas tiras cómicas sobre cosas que me pasaban. A veces eran anécdotas graciosas, otras veces historias inventadas con personajes que me ayudaban a canalizar emociones o situaciones que no sabía cómo explicar. Sin saberlo, ya estaba desarrollando mi forma de hablar: una que no dependía del lenguaje verbal, sino del visual. Dibujar era mi manera de comunicarme con el mundo. Y con el tiempo, esa forma de expresión se transformó en una profesión, una forma de ayudar a otras personas a contar sus propias historias.
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El arte como lenguaje emocional
No todo lo que sentimos se puede traducir directamente en palabras. Algunas emociones se mueven en un territorio más intuitivo, abstracto o simbólico. Y ahí es donde entra el arte. Durante la adolescencia descubrí la fotografía, especialmente la fotografía macro. Me fascinaban los detalles pequeños, las texturas, los fragmentos de realidad que muchas veces pasaban desapercibidos. Era mi forma de señalar lo invisible.

La filósofa Susan Sontag decía que “una fotografía no es solo una imagen, una interpretación del mundo real; es también una huella del mundo real” (Sontag, 1977). El arte, como la fotografía o el dibujo, no solo representa: deja una huella, una forma de ver el mundo que tiene valor por sí misma. También Ernst Cassirer lo afirmaba desde una mirada más filosófica: el ser humano no solo vive en un mundo físico, sino en un universo simbólico hecho de lenguaje, mito, arte y religión. Para él, el arte era una de las formas más complejas del pensamiento simbólico. En otras palabras, el arte es pensamiento, no solo expresión.
Del lenguaje interior al diseño como traducción
Con el tiempo, descubrí que podía transformar esa forma de hablar personal en una herramienta para ayudar a otros. Estudiando publicidad, me cautivó la idea del storytelling. No como técnica de marketing, sino como herramienta humana: contar historias nos conecta, nos permite empatizar, recordar y actuar. Ahí entendí que el diseño no era solo algo visualmente atractivo. Era, también, una forma de estructurar significados.
En el diseño editorial, cada elección importa: la tipografía, el espaciado, los colores, la composición… Todo habla. Todo comunica. Como dice Ellen Lupton en su libro El diseño como storytelling, “los diseñadores contamos historias no solo con palabras, sino con sistemas visuales que construyen sentido” (Lupton, 2017). El diseño se convierte así en traducción visual: transformar una idea o emoción en un lenguaje que otros puedan comprender, interpretar, sentir.
Y en ese proceso, he encontrado algo muy cercano a lo que sentía de niña: esa emoción de poder decir sin hablar. Pero esta vez, no solo para mí, sino para otros.
La educación artística: lo que hay y lo que falta
Cuando pienso en cómo el arte me ha ayudado a comunicarme, no puedo evitar preguntarme: ¿y si nunca hubiese tenido acceso a él? ¿Qué parte de mí habría quedado silenciada?
En el colegio, la asignatura de “plástica” era vista casi como un recreo. Algo fácil, divertido, poco importante. Poníamos música, dibujábamos lo que queríamos, pero sin una guía real. Era más entretenimiento que aprendizaje. Afortunadamente, mis padres vieron mi interés y me apuntaron a clases de pintura. Y más adelante, en el bachiller, fue la fotografía la que me abrió otra puerta. Pero no todo el mundo tiene esa oportunidad.
Y eso es un problema. Porque no hablamos solo de formar artistas. Hablamos de formar personas con herramientas para pensar, observar, escuchar, empatizar y expresarse.
El educador Ken Robinson defendía que la creatividad debería tener la misma importancia que la alfabetización. En su famosa charla TED afirmaba que “las escuelas matan la creatividad” porque priorizan formas de pensamiento lógicas, verbales y numéricas, dejando de lado las formas visuales, intuitivas o sensoriales. No se trata de que todos debamos dedicarnos al arte, sino de reconocer que el arte enseña a pensar de forma distinta.
Y también enseña a escuchar. El arte no solo habla, también nos entrena para leer entre líneas, para ver lo que no se dice explícitamente. Para empatizar con lo invisible. En un mundo sobresaturado de mensajes y ruido, escuchar es también un arte que deberíamos fomentar más desde la educación.

El arte como lenguaje válido
Muchas veces he escuchado eso de que “el arte no sirve para nada práctico”. Pero lo que no siempre se entiende es que su valor no reside en su utilidad comercial, sino en su capacidad de crear sentido. Puede que no te dé respuestas inmediatas, pero te abre caminos de pensamiento, te permite ver más allá, ponerte en el lugar del otro, construir metáforas para lo que duele o emociona.
El arte puede entretener, sí. Pero también puede sanar. Puede nombrar lo innombrable. Puede cambiar la forma en que una persona se ve a sí misma o entiende el mundo.
Diseñar es, para mí, una forma de hablar. Una forma estructurada, intencionada, reflexiva. Hoy, ya no hago tiras cómicas para contar lo que me pasa. Ahora diseño libros, identidades visuales, publicaciones… pero la esencia es la misma: convertir ideas en lenguaje visual, ayudar a otros a decir lo que quieren decir, aunque no sepan cómo.
Conclusión
El arte me enseñó a hablar. Me enseñó a escuchar. Me enseñó que hay otras formas de decir “esto soy yo”. No todo el mundo encuentra su voz en una redacción o en un discurso oral. Algunos la encuentran en una línea, en una textura, en una luz. Y eso también es válido. Es necesario.

No todos aprendemos a hablar igual.
A veces, lo más importante que tengo que decir… lo digo sin palabras.